Fotografía de Jorge Fernández Bricio |
¿Dónde están tus torres? ¿Dónde tus almenas?
Te yergues sobre nuestras cabezas, solemne, impertérrito, firme, seguro
pero no majestuoso, pues eres como los hombres de estas tierras que tú acogiste
en tus entrañas: noble, sencillo, magnánimo…
¿Quién sería el que te bautizó con este nombre? No hay nada que atestigüe
que fuiste castillo roquero y menos, palaciego. ¿Sería un hombre fútil, banal,
pretencioso…? O por el contrario, ¿sería un hombre práctico que vio en ti
cobijo, seguridad, apoyo y roca firme donde excavar su morada?
Tu cara al poniente, agreste, carcomida, parece mostrar al visitante la
ferocidad del perro guardián; mientras que tu cara al levante, de laderas
empinadas, sosegada, espléndida, tranquila… Alguien pensó: “este es un buen
sitio para asentarme” y roturando tus fuertes rocas con un trabajo ingente
solapado en tus raíces, Castillo, no sin resistencia por tu parte. Los acogiste
y ahora sus casas y tus rocas se confunden siendo el pueblo parte tuya. Este
matrimonio entre paisaje e historia, por medio de la vida de tus moradores,
llevó a alzar el edificio más significativo del pueblo, en un lugar
privilegiado que tú, Castillo, le tenías reservado.
Majestuosa se alza la iglesia en la parte más alta del pueblo, dando a
las dos vertientes. Tú, testigo mudo que viste construir una iglesia románica
en sitio tan empinado trasgrediendo toda la lógica de la época. Más bien por su
esbeltez parece tener espíritu renacentista. Viste pasar sobre tus lomos muchas
luchas fratricidas donde el tiempo todo lo cura a su manera.
A diferencia de tu hermana pequeña, la Muela, y tu hermano mayor, el
Rondal, fuiste el lugar preferido de juegos y travesuras juveniles. Y hoy eres
visita obligada de aquellos a los que invitamos. Casi adquieres el símbolo de
monte sagrado.
Una vez más, naturaleza e historia se funden, como vemos en todas
partes, elementos comunes al ser humano que busca dar respuestas a las
preguntas de la filosofía.
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